Casi ni se cómo empezar este post. Demasiadas cosas por decir y escasez preocupante de neuronas.
Hoy ha sido un gran día.
Todo ha empezado con un examen bastante desastroso que creo que no aprobaré. Tras verme durante algo más de una hora escribiendo gilipolleces que ni yo mismo entendía muy bien, y otra media hora donde la gente me iba contando lo que había que poner y, evidentemente, yo no he puesto.
Pero después tocaba una mesa, dos sillas, dos cañas, un servilletero, un cubilete con palillos estratégicamente escondidos y un cenicero que me he encargado de llenar a gran velocidad.
Me rio del confesionario de Gran Hermano. Después de un rato (a partir de aquí no habrá referencias horarias exactas porque no tengo ni zorra del tiempo que ha pasado) de hablar de cosas triviales e insignificantes, llegó el momento.
Como si la cerveza hubiese actuado de suero de la verdad, y tras varias vacilaciones y tanteos de terreno, lo he escupido. Cinco putas palabras. Cinco palabras que debería haber dicho hace mucho mucho tiempo. Que durante demasiado tiempo me he guardado y me han ido rompiendo por dentro. No ha sido algo nada fácil, y eso que lo tenía ensayadísimo dentro de mi cabeza.
Han caído lágrimas a chorro. Pero esta vez no estaba solo. Por fin había alguien viéndome llorar, cómo tendría que haber sido en su día. Pero las lágrimas no han ido solas. Se han llevado un cargo de conciencia (o parte), se han llevado medios rencores y medias tintas. Sólo han dejado sinceridad. Por fin. Hoy si puedo decir realmente que tengo la mejor amiga del mundo. Hoy por fin ha triunfado la sinceridad. Hoy me he quitado el mayor peso que nunca he tenido encima.
Porque las novias van y vuelven (o no). Pero las amigas de verdad se quedan ahí. Y hoy he ganado una. La mejor que he tenido nunca.